críticas de arte por autores

Postmodernidad en Héctor Carrión
Rafael Soto Vergés
En la alegre iconoclasia de la movida madrileña, los postmodernos protagonizan el escándalo de un arte que, pareciendo nuevo, tiene además la voluntad de serlo. Pintores, poetas y músicos quieren rivalizar en la audacia expresiva, arrancando un nuevo fénix redimido a la ceniza aún caliente de la modernidad. Son los años del apogeo del arte, bajo el telón de fondo, coro griego insólito y bajo los vapores otoñales del Madrid de “la lucha por la vida”.
En una atmósfera irreal, fluyente, rica e iconoclasta, la nota más vibrante puede darla un peculiar eclecticismo que se desaloja de los estucos de las Academias, y de las artes oficiales, de la moralidad cursi y rosada, de la regla de oro arrinconada entre las telarañas del taller de algunos vieos profesores. Se han destrozado los iconos de la anterior cultura plástica, de la gestalt y de la poesía construida; del tema regio de la música y de los nostálgicos paseos por la arboleda del recuerdo.
Ha nacido un movimiento ecléctico, con el lejano precedente, nunca homologado, de aquel eclecticismo de los años cuarenta. Pues todo esto que sucede no participa ahora de la amargura de la guerra ni del desencanto de la paz, ni de la mórbida atonía política. Se ha integrado el país en un proyecto único de libertad espesa y rumorosa. Y en el copioso árbol de la democracia –Guernica sólido y fructífero- el líder rivaliza con el pájaro, en decisión de vuelo y de expresividad.
Entre estos líderes de la expresividad postmodernista, Héctor Carrión descuella por la inquietante lucidez de sus maneras y de sus poéticas. Para este artista plástico, el hilo de la historia se ha roto en el momento de Picasso. El arte universal deambula por los callejones sin retorno de una búsqueda nueva y de una incógnita sagrada. En los altares de los sacrificios, se han quemado todos los intentos. No queda sino el solo incienso de las figuras masacradas y de los valores destruidos; un puro olor de muerte sobre el ara de la consumación dialéctica del arte. Pero en el atrio de sus catedrales, una nueva liturgia está ensayando la instrumentación de su holocausto.
Así es como Héctor Carrión ha realizado sus últimas obras. Ha pertrechado su taller con las rotundas herramientas de una investigación devastadora: pinceles, escalpelos, gubias; tubos de los colores más rabiosos y el maderamen de un naufragio por demás simbólico: sillas rotas, guitarras imposibles, estanterías desechadas y la deshilachadas caballera de una Medusa sumergida en el profundo bosque de la meditación más oceánica.
Deshilvanados trozos de la secreta voz de la materia: cajones destrozados, hornacinas, arcas y aquel pie de madera del Neptuno que zozobró en el rastro madrileño. Y la carpintería de los teatros derrotados y el palo de la vela de aquel barco que nunca ha descansado en ningún puerto. Bajo un concepto de estructura, Héctor Carrión escandaliza a la visión gestáltica, distorsionada la costumbre óptica y el tectonismo de las formas clásicas. Fauve, rabioso expresionista en el color, embadurna de un óleo fastuoso sus construcciones de madera vieja en las que se descubre, como en el ebúrneo tobillo de la pálida dama neoclásica, ese rubor recóndito e la madera viva, y el nudo negro del conflicto y la filosofía de la carcoma solitaria. Sus representaciones de la realidad, apostadas en la gracia fresca del mensaje matérico, viajan desde el caos natural hacia la construcción de una iconografía recordable, semantizando el ámbito poscrito, teatral y teatralizable, de las madonas muy estáticas, de los atriles silenciados, del caballero de la vieja capa diseccionado o integrado en el trozo del lienzo y en la gavia de una espina dorsal desarrollada en el feliz espacio construido. Seres, objetos, muebles de inexplicable uso, soportando el hieratismo grave y emblemático de una iconología que se supera, rozando el ala y las aristas del apresado ave del cubismo, hacia la integración constructivista.
No se puede decir que Héctor Carrión trabaja desde una preceptiva específicamente alimentada por las estéticas históricas del constructivismo. Tampoco, su poética descansa en la norma exigente y reflexiva del cubismo escultórico: González, Duchamp, Laurens o Brancusi, Lipchitz como Zadkine; la Bauhaus y el diseño, son tan culpables o tan inocentes, en las obras de Carrión, como podría serlo Malévitch o la proclama del suprematismo. Malévitch practicaba un nihilismo radical y enigmático. Intentaba reconstruir el mundo desde una mística del sentimiento. Se advierte aquí un modo de parentescos espirituales. Y, sin embargo, Malévitch soñaba con el acceso al “mundo desembarazado del objeto”. No está libre Carrión de una iconología subyacente, como deriva histórico de los significados de la imagen. Mas él desnuda sus construcciones pictoescultóricas, aligerándolas al vuelo de la abstracción semántica. ¿A dónde va esta poesía sugeridora y emblemática?
En la movida edificante de este postmodernismo plástico. Héctor Carrión pasaba de la laguna artística creada por la consumación del tiempo picassiano. En la atmósfera ecléctica de una inquietud desorientada, enardecida y desbordada por la propia mecánica del arte, nuestro creador vivió el peligro de las proximidades del vacío, de la desheredad deliberada, de la marcha forzada hacia el desierto, de las meditaciones decisorias. El llamado pensamiento “salvaje” quería acercarse a la naturaleza verdadera del puro acto receptivo. La promiscuidad totémica de los objetos respetados, la conducía solemnemente hacia la óptica emblemática de las tres dimensiones constructivas. Así nacía un mundo de significaciones designificadas, en la pura impresión de la cultura relejada a la condición de lo tectónico.
Lo sorpresivo de este malagueño, es su conciencia histórica, su sentido escotero de la época, su estar en todo y su pasar de todo. Un inquieto humanismo, pertrechado por los estudios universitarios y por las lecturas solitarias, se alía con la delicadeza dandy, con la belleza del poeta, con la enfermiza suavidad becqueriana. Y la altive de sus conocimientos, la convincente convicción de su palabra órfica, cando nos habla de colores, de los pasteles huidizos, de los grabados indelebles, de los vaciados blancos del primoroso aliño de la técnica. Y la mirada totalizadora, entre vencejo y gavilán: pájaro líder que conoce y que ama su horizonte.
Héctor Carrión, como teórico del arte, domina el ámbito de sus premoniciones y sus sueños. Sabe que en el Madrid de los ochenta, y en la movida ecléctica de los artistas postmodernos, él tiene un sitio relevante. Llorarán los madroños, viajarán las hojas del Retiro, pero él cobijará su dulzura impertérrita en la decrepitud de su taller, aislado y tenebroso como el pasillo de los bosques. Es verdad que toda esta historia apenas tiene años para acogerse al cuajo de la frondosa eternidad. Comenzó en 1976, Entre la atmósfera mezclada, dubitativa y lábil del arte español, crece la afirmación de nuestro artista. No es de extrañar, por tanto, que este artista proteico trabaje el dibujo, la pintura la escultura, el grabado: cualquiera de las vías tradicionales de la plástica, en esta búsqueda infinita del camino iniciático, del verdadero origen de las artes. No hay más dialéctica, más duda, que la substancia frente a lo anecdótico, que lo genérico frente a los específico. Las contingencias y los gustos, las veleidades y las modas ante el sol del eclipse definitivo e inmortal. Pero esta dialéctica equívoca en el plano de los propósitos mediocres, alcanzará una luz sombría, honda, ultramundana, en el proyecto artístico de Héctor. Realizarse en la consumación del humanismo plástico es la tarea que alimenta su sentimiento y su razón.
Entre los artistas postmodernos Héctor Carrión es uno de sus mejores líderes. Sus obras son un portento de creatividad sin precedentes. Salgo de su taller, por los pasillos verdes de los bosques, con la impresión de un pobre extraviado entre las tallas mágicas de un genio. El bosque me ha dejado verlos árboles. Y el águila del arte recluido en la poesía de una barba de una mirada dulce y capuchina, de unas garras celestes para los pinceles y las gubias. Ahora estará la tarde devanando, en el huso sin hojas de las luces, la claridad del arte nuevo.